Que las vacunas no causan autismo es un hecho. No hay absolutamente ninguna prueba basada en evidencia científica de que exista relación entre ambas. Pero, ¿cómo surge la narrativa desinformadora que vincula este tipo de fármacos con el autismo? ¿Cómo y dónde se origina este bulo? La respuesta está en un estudio fraudulento que logró ser publicado en una revista científica. Sin embargo,fue retirado años después y a su autor, un médico británico, se le retiró el permiso para ejercer la medicina.
Andrew Wakefield, el creador del bulo
En 1998, el ya excirujano británico Andrew Wakefield publicó un artículo en The Lancet, una revista científica de prestigio. En él relacionaba la vacuna contra la triple vírica (sarampión, rubeola y paperas) con el desarrollo de autismo y problemas intestinales.
Fueron muchos los titulares que se hicieron eco de esta investigación.. En este contexto y dadas las consecuencias que podría tener este vínculo, equipos de investigadores de todo el mundo trataron de replicar los resultados del trabajo, uno de los requisitos imprescindibles de la buena ciencia. Que estos sean replicables quiere decir que lo que un científico observa en su laboratorio debe poder observarse por todo aquel que realice el mismo experimento. Algo que no ocurrió ni ocurre en este caso: esa relación no se hace visible en ningún otro experimento.
Tras este suceso, pasaron varios años en los que la sospecha continuaba en el aire. Sin embargo, en 2004, una investigación periodística publicada en el Sunday Times reveló que Wakefield, el autor del trabajo fraudulento, tenía graves conflictos de intereses económicos en el momento de la publicación del artículo. Los coautores del estudio retiraron su firma y Wakefield se quedó solo con sus afirmaciones. Ahora bien, estas ya habían llegado a gran parte de la población, generando miedo o, al menos, recelo, ante el uso y la seguridad de las vacunas.
La comunidad científica sí tomó medidas. El Consejo Médico General de Reino Unido abrió una investigación contra Wakefield y dos de sus colegas, no solo por sus conflictos de interés no desvelados, sino también por la falta de ética de sus investigaciones, en las que sometió a niños con autismo a procedimientos dolorosos e invasivos innecesarios.
El 28 de enero de 2010, un tribunal compuesto por cinco miembros del Consejo Médico General halló probadas las acusaciones contra Wakefield. The Lancet retiró su artículo y publicó una retractación explicando que los datos habían sido falsificados. Wakefield perdió su licencia para ejercer la medicina.
Un año después, 2011, caía la última piedra del complejo fraude elaborado por Wakefield: un artículo y un editorial publicados en la revista científica British Medical Journal explicaban que el ya exmédico pretendía lucrarse del pánico creado a partir de sus revelaciones. Su intención era crear una empresa que realizase los análisis médicos necesarios para aquellos procedimientos legales que iniciasen todos aquellos padres a los que se hubiese logrado convencer de que las vacunas habían enfermado a sus hijos.
A estas alturas miles de personas en el mundo ya se habían creído las mentiras de Wakefield: las tasas de vacunación se redujeron en Reino Unido (del 91% en 1995/1996 al 80% en 2003/2004 según The Health Foundation) y la tesis de que las vacunas son peligrosas se extendió poco a poco por el resto del mundo, afectando no solo a la triple vírica, sino a toda la vacunación en general.
Las vacunas salvan vidas
En realidad, las vacunas salvan vidas: entre dos y tres millones cada año, especialmente aquellas que protegen de la tos ferina, el sarampión, el tétanos y la difteria, según datos de 2019 de la Organización Mundial de la Salud (OMS). Además, también la OMS estima que, si se ampliase la cobertura de vacunación podrían salvarse 1,5 millones de vidas más al año.