Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation y ha sido escrito por Ignacio J. Molina Pineda de las Infantas, Catedrático de Inmunología en el Centro de Investigación Biomédica de la Universidad de Granada.
Es una de las dudas que más nos asalta estos días. ¿Qué circunstancias hacen que algunas personas muestren síntomas leves ante el COVID-19, otras sufran una enfermedad grave pero se recuperen, y otras pierdan la vida? ¿Existe alguna explicación? La causa no es única, y para entenderlo es necesario analizar la complejidad de la respuesta inmunitaria frente al virus.
Más puertas de entrada con diabetes y cardiopatías
Los virus son microorganismos muy dependientes que, para poder dividirse, necesitan invadir una célula. Para entrar se acoplan a un receptor de la superficie celular que utilizan como caballo de Troya. En el caso del SARS-CoV-2, ese receptor es la Enzima Convertasa de la Angiotensina 2 (ACE2). Esta molécula está presente, entre otros órganos, en las células del pulmón, lo que explica los síntomas respiratorios del COVID-19.
Si el paciente sufre problemas cardiovasculares o diabetes, la expresión de esta molécula aumenta sustancialmente. Y eso implica que la entrada del virus a la célula resulta bastante más fácil. De ahí que estos pacientes formen parte de la población más vulnerable en estos momentos.
Cuando el virus irrumpe, el sistema inmunitario no se queda ni mucho menos de brazos cruzados. En lugar de eso responde a través de los mecanismos de la inmunidad innata o inespecífica, que cuentan con múltiples componentes celulares y humorales capaces de reaccionar en cuestión de minutos u horas.
Si la infección persiste –por ejemplo, porque la carga viral es importante–, entonces entra en marcha la inmunidad específica, con los linfocitos T CD8+ al frente. Aunque en la mayoría de los casos esta segunda respuesta es suficiente para eliminar la infección, en ciertos pacientes, sobre todo en los ancianos, los linfocitos son derrotados.
Más memoria inmunológica pero menos repertorio
¿Pero por qué? Hay que tener en cuenta que el sistema inmunitario evoluciona con la edad. Los jóvenes tienen menos células memoria (consecuencia de haber pasado menos infecciones) pero, en cambio, el repertorio de células con capacidad de reconocer antígenos diferentes y/o desconocidos es mayor.
En los ancianos ocurre justo lo contrario: abundan las células memoria –inútiles en el caso del SARS-CoV-2, puesto que es un nuevo virus– y su repertorio es mucho más reducido, lo que implica menor capacidad de respuesta.
Además, el envejecimiento conlleva también inmunosenescencia. Eso quiere decir que el sistema inmunitario de los mayores adquiere un estado de activación latente pero, paradójicamente, la amplitud de la respuesta a cada antígeno es sustancialmente menor. Dicho de otro modo, sus defensas están alerta todo el tiempo, pero responden con poca fuerza. Eso explica, entre otras cosas, la menor capacidad de respuesta al virus de la gripe en la tercera edad. La inmunosenescencia provoca, además, una disminución de la vigilancia antitumoral y un aumento de procesos autoinmunes.
Quién vive y quién muere
Comparando los parámetros inmunológicos presentes en los pacientes que sobreviven a la infección y los que acaban muriendo, podemos deducir algunas diferencias importantes. Un reciente estudio realizado en una paciente que evolucionó positivamente y a quien se analizó diariamente, permitió evidenciar una muy vigorosa respuesta inmunitaria frente al virus. En su caso, a los 7 días tras el inicio de los síntomas se comenzaron a detectar en sangre tres tipos de células para hacer frente al virus: células T colaboradoras foliculares, especializadas en cooperar con los linfocitos B para la producción de anticuerpos; células productoras de anticuerpos; y células T citotóxicas.
Estas dos últimas poblaciones alcanzaron un pico los días 8 y 9 tras el inicio de los síntomas, justo antes de que se produjera el alta hospitalaria en el día 10. Tres semanas después de la infección, ya habían retornado a niveles basales. Y en ningún momento se detectaron niveles alterados de citocinas proinflamatorias. Datos similares se encuentran en otras series de pacientes.
Justo lo contrario sucede en los pacientes con mal pronóstico. Estos suelen tener una importante disminución en el número total de linfocitos (linfopenia, en términos médicos), que ocurre sobre todo a expensas de las células T CD8+, responsables de la respuesta celular específica frente al virus, que son las principales afectadas por la merma.
A esto se le suma que, en los pacientes más graves, la secreción de citocinas proinflamatorias, en especial la Interleucina-6 (IL-6), es muy elevada. La hiperproducción de IL-6 tiene un efecto colateral indeseado, ya que la cascada de citocinas proinflamatorias causan daño en los tejidos, desencadenando lo que se conoce como tormenta de citocinas. Este fenómeno causa patologías muy graves, y se sospecha que fue el mecanismo por el que más de cincuenta millones de personas murieron en 1917-18 durante la tristemente recordada pandemia de la gripe española, que provocaba necrosis (muerte celular) pulmonar.
La táctica de bloquear la Interleucina-6
Para afrontar el problema, entre las estrategias de tratamiento existen al menos dos ensayos clínicos en hospitales de Madrid (Ramón y Cajal y Gregorio Marañón) que exploran la administración de anticuerpos monoclonales que bloquean directamente la IL-6 (Tocilizumab) o el receptor de la IL-6 (Sarilumab), para comprobar su efecto positivo en la recuperación de estos pacientes.
Lo que está claro es que para conseguir la eliminación del virus es necesario montar una respuesta inmunitaria poderosa y bien coordinada, típica de los individuos jóvenes y sin problemas de inmunodepresión. Las alteraciones que conlleva la inmunosenescencia ocasionan no solamente una respuesta menos vigorosa, sino también incorrectamente regulada.