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Si saboreamos lo que comemos, nos saciamos antes

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Republicamos este artículo de Camila Jiménez González, investigadora y dietista en la Universidad de Vigo, publicando en The Conversation el 18 de enero de 2024.

Vivimos apurados. Con mucho que hacer y poco tiempo, parece que no nos queda otra opción que hacer varias cosas a la vez. En este vertiginoso mundo de ritmo acelerado y multitarea, con frecuencia nos encontramos atrapados en el hábito de comer de forma apresurada, sin apreciar verdaderamente los matices y texturas que nuestros alimentos ofrecen. Para colmo, las pantallas se han convertido en nuestras compañeras inseparables durante las comidas, desviando nuestra atención.

La duda es: ¿tiene esta prisa al alimentarnos algún impacto sobre nuestra salud? Definitivamente, sí.

Los cinco sentidos en el plato

En el año 1927, Pavlov introdujo el concepto de “respuesta cefálica” para describir cómo nuestro metabolismo prepara al organismo para la ingestión de alimentos. La respuesta cefálica comprende la fase inicial del proceso de consumo alimentario, que involucra respuestas neuronales a estímulos como el olor, el sabor, la textura y la apariencia de los alimentos antes de consumirlos. Nuestro cerebro y nuestros sentidos se emocionan antes de abrir la boca, preparando a nuestro cuerpo para comer.

En esa fase inicial, basta observar la comida para que el cerebro envíe señales que activan la liberación de una hormona llamada grelina. Apodada como la “hormona del hambre”, la grelina marca el comienzo de la ingesta y responde aumentando el apetito, al mismo tiempo que estimula la producción de saliva y ácido gástrico. Esencialmente, la mente prepara al cuerpo para el acto de comer.

¿Y qué pasa después, cuando ya nos llevamos la comida a la boca? Recientemente, un estudio de la revista Nature puso el foco en dos sustancias cerebrales directamente relacionadas con la saciedad, la GCG, que se libera con el movimiento intestinal, y la hormona liberadora de prolactina (PRLH). Cuando se introdujeron alimentos directamente en el estómago de los ratones, las células PRLH respondieron a señales del tracto gastrointestinal. Pero al comer de forma natural y saboreando los alimentos, estas señales cambiaron por completo. Según reveló un análisis más profundo, los estímulos de la comida en boca hacían que la PRLH frenara el ritmo de la ingesta.

Una prueba más de que el simple acto de observar, oler y saborear sin prisas los alimentos desempeña un papel significativo en nuestra relación con la comida.

Comer despacio para comer menos

Cuando introducimos los alimentos en nuestra boca, se desencadena una serie de eventos que constituyen la fase gástrica de la digestión. La acción de masticar no solo estimula la salivación, sino que también potencia la experiencia gustativa y cómo percibimos y disfrutamos los alimentos. Masticar lentamente mejora la estimulación orosensorial. Y eso puede tener un impacto positivo en el proceso digestivo.

Una investigación publicada en la revista Eating Behaviors exploró cómo comer lentamente afecta a mujeres con sobrepeso u obesidad. Durante 5 semanas, sesenta y cinco participantes se sumaron a una intervención de slow-eating (comer lentamente) mediante sesiones individuales o reuniones semanales en pequeños grupos. Quienes comieron despacio experimentaron una reducción en la cantidad de comida ingerida durante las pruebas.

No queda ahí la cosa. Otro estudio reciente, dado a conocer en la revista Appetite, investigó cómo comer lentamente puede influir en la atención y la memoria. Cuarenta voluntarios acudieron al laboratorio para comer 400 mL de sopa de tomate, a una velocidad rápida (120 mL/min) o lenta (30 mL/min), a través de un tubo conectado a una bomba peristáltica. Los resultados revelaron que aquellos que comían despacio experimentaban una mayor sensación de saciedad y recordaban mejor posteriormente lo que habían comido.

Pero ¿por qué nos beneficia tanto comer despacio? Puede que tenga que ver con la acción de la leptina. Se trata de una hormona que desempeña un papel crucial en la regulación del peso corporal y, por ende, del apetito. Cuando comemos en exceso y aceleradamente, en un corto período de tiempo, no le damos a nuestro cuerpo el tiempo necesario para procesar los alimentos y liberar las hormonas de saciedad. Como consecuencia, lo normal es que aumente la ingesta calórica total.

Parece indiscutible, por tanto, que comer a un ritmo lento y conscientemente, poniendo los cinco sentidos en el plato, puede tener beneficios considerables para nuestra salud.

The Conversation
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