Quizá te hayas topado en algún libro de texto con el mapa de la lengua, una ilustración que pretende explicar que hay regiones fijas de la lengua que se encargan de distinguir e interpretar los considerados cinco sabores básicos: dulce, salado, ácido, amargo y umami. El mapa de la lengua y su interpretación de cómo percibimos el sabor es un mito: procede de una interpretación errónea de un artículo científico escrito en 1901 por el psicólogo alemán David Hänig, quien se propuso medir las sensibilidades de varias regiones de la lengua a diferentes sabores.
Braulio Correa, especialista en otorrinolaringología clínica y quirúrgica y maldito que nos ha prestado sus superpoderes, explica a Maldita.es que el experimento de Hänig “encontró diferencias en los umbrales de sensibilidad de diferentes áreas de la lengua para los distintos sabores”. De ahí se asumió que estos umbrales de sensibilidad implicaban diferencias funcionales, lo que es un error.
Según desmintió la organización argentina de fact-checking Chequeado en 2017, miembros del International Fact-Checking Network (IFCN) del que también forma parte Maldita.es, Hänig presentó sus resultados con un gráfico que hacía una “interpretación artística” del cambio de sensibilidad de cada gusto según la región de la lengua y según las respuestas de los voluntarios del experimento. A esto se le suma la publicación del libro Sensación y Percepción en la Historia de la Psicología Experimental en 1942 por el investigador de Psicología Edwin G. Boring, quien recuperaba el gráfico y sustituía las respuestas de los voluntarios por datos numéricos, apuntalando el mito a la historia.
Tuvieron que pasar 32 años para que la investigadora Virginia Collings publicase en 1974 los resultados de un experimento mucho más completo y exigente que el de 1901 que desbancaría el mito de la lengua. “Los resultados muestran diferentes sensibilidades en diferentes zonas de la lengua para distintos sabores, pero en todas las partes [de la lengua] hubo respuesta a todos los sabores”, explica Correa.
Como muestra este trabajo y han ido confirmando estudios posteriores (como este publicado en 2002, y estos recogidos en la revista Nature en 2006 y en 2008), sí parecen existir zonas de la lengua más sensibles a diferentes sabores e incluso diferencias entre sexos de estas interpretaciones de sabores. Aunque la precisión y relevancia que tengan estas zonas sensibles aún no se ha explorado científicamente, Correa resume que no hay áreas concretas responsables de interpretar solo un sabor: “Las distintas zonas linguales serían sensibles a todos los sabores”.
A día de hoy, existen recursos educativos que emplean el mito del mapa de la lengua para promover el pensamiento crítico y la evidencia experimental. Así, con un experimento casero con sal (clásico producto de sabor salado) y limón (igual, pero ácido) es posible demostrar empíricamente que la lengua es capaz de detectar los dos sabores en cualquier zona y que no siempre lo que indican los libros de texto es 100 % correcto.
Una compleja interacción química, la responsable del proceso para cada uno de los sabores básicos
A pesar de que no es la única parte de nuestro cuerpo que cuenta con papilas gustativas, la lengua es el órgano exclusivo que contamos los humanos para detectar e interpretar los sabores. ¿Y cómo funciona este proceso? Os explicamos lo que la literatura científica sabe hasta la fecha.
La percepción de los sabores comienza por la interacción de las sustancias químicas del producto con las células sensoriales gustativas de la lengua. Dependiendo del sabor, el mecanismo cambia.
El ácido, explica Correa, depende de la concentración de iones de hidrógeno (H+, también llamados hidrogeniones) que pasan por un ‘circuito’ de las células gustativas llamado canales de potasio voltaje dependientes. Cuando estos canales son ‘bombardeados’ por los hidrogeniones, se bloquean y envían el impulso nervioso que se transforma en el sabor ácido. El salado, por otro lado, se detecta en aquellos productos que contienen sodio (Na+) en su composición, un elemento que atraviesa los canales de sodio epiteliales presentes en la membrana de las células gustativas y permite su detección. Así, las variaciones que estos iones provocan en las células (H+ para los ácidos, Na+ para los salados) generan un impulso nervioso que se interpreta en nuestro cerebro como dicho sabor.
En cuanto a los sabores dulce, amargo y umami, los mecanismos son algo más complejos, ya que “existe más de un receptor y necesitan intermediarios, como enzimas, para que puedan producir un impulso nervioso”, precisa el experto. Así, dulce y umami, “los sabores más placenteros, que comparten receptores y origen evolutivo”, se detectan por una familia de proteínas con receptores acoplados con tres variantes, de los que cada célula tiene la expresión de una o dos de ellas.
El sabor amargo, que se asocia a “una función defensiva, para reconocer una larga serie de sustancias tóxicas”, se detecta por otra familia de proteínas con receptores acoplados con más variantes que el dulce y umami.
En este artículo ha colaborado con sus superpoderes el maldito Braulio Correa, especialista en otorrinolaringología clínica y quirúrgica.
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Primera fecha de publicación de este artículo: 22/09/2021