¡Hola, malditas y malditos! Ya estamos aquí, un martes más, contestando a vuestras inquietudes sobre el mundo digital. Hoy respondemos a cuestiones bastante técnicas, ¡así que tomaos la lectura con paciencia! Hablamos sobre verdades y mitos de la obsolescencia programada (y si se puede denunciar), de programas basados en inteligencia artificial que supuestamente detectan la COVID-19 en la voz y sobre la nube: ese término que se refiere al conjunto masivo de servidores que guardan nuestra información.
Podéis seguir preguntando a través de los canales de siempre: escribiendo al correo electrónico [email protected], a Twitter o a Facebook o rellenando este formulario. Ahora sí, vamos al lío.
¿Dónde puedo guardar mis fotos y otros archivos personales para asegurarme de que voy a tener acceso siempre a ellos?
La clave está en la palabra “siempre” y es que ningún sistema actual tiene por qué ser infalible para las próximas décadas. Hemos pasado de hacer álbumes físicos con nuestras fotos a guardarlas en CDs, en USBs o en discos duros y, por último, a subirlas directamente en la nube, que es un sinónimo del conjunto de servidores donde las empresas tecnológicas tramitan y guardan la información que les damos. Eso significa que nuestros archivos se almacenan de manera online. ¿Es mejor un método que otro?
Más que poner un medio por encima del otro, lo importante es asegurarse de tener varias copias de la información que queremos guardar, según expone a Maldita Tecnología Sofía Prósper, cofundadora de un proyecto que aspira a crear pequeños servidores que podamos guardar nosotros mismos en casa llamado iuvia. Nos aconseja aplicar el “principio del 1, 2, 3”: “Consiste en tener una primera copia, que son los datos en sí mismos, una segunda copia, que es una que está cerca de ti por si necesitas recuperarlos, y otra más que esté lejos de ti, en un lugar en el que no esté la otra”.
Es decir, que la primera copia la podríamos tener en un ordenador, la segunda en un disco duro en casa y la tercera en otro disco duro en casa de un familiar. La combinación no es exclusiva: también podemos tener la primera copia en un disco duro, la segunda en otro sistema de almacenamiento tipo disco blu-ray y la tercera en un servicio de nube, por ejemplo. Digamos que eso va al gusto del consumidor.
A día de hoy, cualquiera de estos medios valdría para guardar nuestros archivos durante al menos unos años. Santiago Saavedra, desarrollador informático y también cofundador de iuvia, avisa de que “todos los medios acabarán siendo obsoletos y si no, serían tan caros que no valdrían la pena” adquirirlos.
A la hora de elegir un servicio hay que pensar en el tipo de información que queremos guardar y el valor que le damos: ¿son las fotos de tu hija pequeña o los trabajos universitarios que hiciste tan valiosos que no consideras perderlos de ninguna manera? Porque tal y como nos explica Saavedra, “si vemos nuestras fotos como algo que tiene un valor tan incalculable que no se pueden perder, es muy difícil poner límites a los riesgos a que desaparezcan”.
¿Qué quiere decir esto? Pues que si eliges confiarle esos archivos a una empresa que te ofrece su “almacén online”, por llamar de alguna manera a servicios como Google Photos o Dropbox de Microsoft pero por lo que sea los pierde, tienes que hacerte a la idea de si una indemnización económica sería suficiente compensación. Eso contando con que hayas aceptado algún contrato con la compañía y que este incluya una cláusula por pérdida de datos (no todas las tecnológicas lo ofrecen).
“Lo que pasa con la nube de una empresa privada es que no sabes en qué momento puede desaparecer. Si solo tienen la copia ellos y le ocurre algo a su centro de datos (como el que se quemó en Estrasburgo), puedes perderlos y esto puede pasar porque nada es infalible. Es importante que trascienda el hecho de que todos pueden fallar, incluso cuando se lo confías a una empresa”, asegura Prósper.
Marta Beltrán, coordinadora del Grado en Ingeniería de la Ciberseguridad de la Universidad Rey Juan Carlos, recalcaba en este artículo que “no existe ningún servicio que pueda garantizar una disponibilidad del 100%”: “Las caídas de servicio, con cualquier proveedor, suelen producirse por mantenimientos programados o no programados, pero también por problemas con suministros, catástrofes naturales o ciberataques”. Y esto puede afectar a su sistema de almacenamiento también.
“Estamos acostumbrados a delegar en lo tecnológico y desentendernos porque son servicios tan cómodos y cercanos que no tienes que hacer nada, pero es necesario responsabilizarnos de lo que ocurre con nuestros datos”, asegura Prósper. Es lo que ocurre por ejemplo si confías en Google para guardar tus conversaciones de WhatsApp en su nube (lo que para ti significa de manera online), tienes que tener en cuenta que la empresa podrá acceder a ellas. Lo mismo pasa con tus fotos.
En el caso de usar un disco duro o discos blu-ray, al final los datos los estás almacenando y custodiando tú y no otra empresa. Igual que si decides optar por tener un pequeño servidor en casa que pudieses gestionar tú (dependiendo de los conocimientos técnicos que tengas existen unas opciones u otras).
Aun así, no todo es blanco y negro: también hay empresas que ofrecen servicios de almacenamiento online que no tienen por qué ser una de las grandes tecnológicas. En nuestro repositorio de servicios alternativos se citan algunas. El consejo que nos dan Prósper y Saavedra es que intentemos que la empresa tenga sus servidores en Europa para que nuestros datos estén protegidos por el Reglamento General de Protección de Datos europeo y, sobre todo, que paguemos por el servicio: “En estos servicios te tratan como a un cliente y si hay un problema es más fácil contactar con alguien”.
¿Es verdad que hay sistemas informáticos capaces de detectar si una persona tiene coronavirus por la voz?
Nos habéis preguntado por un programa informático concreto llamado Aquera RSI que podría estar usándose en Argentina. Hemos contactado a la empresa que lo creó para que nos expliquen su funcionamiento y nos dieran datos de su eficacia, pero no hemos obtenido respuesta. Tampoco sabemos en qué estudios científicos han basado su sistema para validar su eficacia. Sin embargo, desde que se declaró la pandemia se han puesto en marcha varias iniciativas que usan programas de inteligencia artificial (IA) para intentar detectar la COVID-19 por la voz. En lo que coinciden es en que ninguna está madura aún.
La disnea (dificultad respiratoria) es uno de los síntomas que puede experimentar una persona que contrae un cuadro grave de COVID-19. Según se desarrolle, puede afectar también a la voz, especialmente si se tiene una tos severa que está forzando continuamente las cuerdas vocales, tal y como explica la Asociación Española de Logopedia, Foniatría y Audiologia e Iberoamericana de Fonoaudiología (AELFA-IF).
Su presidenta, Lidia Rodríguez, explica en este artículo en The Conversation que el deterioro en la voz puede presentarse como una “ronquera”, con “pérdida de brillo”, “entrecortada”, “áspera o seca” o con una “disminución de la escala tonal”, debido a esa afectación respiratoria o al hecho de que se tosa de forma continua.
Estas iniciativas se basan en que hay diferencias en los parámetros acústicos de la voz entre personas que están infectadas y las que no. Existen estudios científicos publicados en este último año que miden las diferencias que se producen en las voces de personas sanas frente a personas contagiadas por COVID-19. Lo que detectan especialmente es que la voz varía porque se expulsa menos aire al hablar (al estar los pulmones afectados) y que los movimientos de la laringe y otros músculos respiratorios también cambian.
La complicación de todo esto está en que un programa de inteligencia artificial tenga suficientes datos para concluir de forma efectiva que una persona ha contraído el virus y que no confunda su uso. El estudio en el que se apoyan varios modelos que se están creando ahora todavía no ha pasado la revisión por pares y se centra en demostrar que se pueden medir “las variaciones en la vibración de las cuerdas vocales” usando un programa informático. Las muestras que utiliza están compuestas por personas sintomáticas que dan positivo en COVID-19 tras un test clínico y personas no contagiadas.
Los propios investigadores advierten de que medir esto solo es posible en pacientes con síntomas y que hay límites en el programa informático a la hora de distinguir si los síntomas son por este coronavirus u otra patología: “Aunque las oscilaciones en las vibraciones de la voz pueden indicar el contagio por COVID-19 (...), no se ha comprobado la exclusividad de las anomalías observadas con respecto a otras afecciones respiratorias”.
“Tenemos indicios de que los modelos de aprendizaje automático son capaces de detectar algo en los sonidos que emiten las personas con COVID-19, sin embargo, la precisión de este reconocimiento varía y no es super preciso”, afirma a Maldita Tecnología Cecilia Mascolo, que lidera una de las iniciativas de estos programas de IA y es directora del Laboratorio de Investigación de Sistemas Móviles en la Universidad de Cambridge.
El programa de inteligencia artificial que ha diseñado el equipo de Mascolo se entrena con audios que manda la gente a través de una aplicación, tanto si han pasado la COVID-19 como si no. Esos audios luego se clasifican y estos programas analizan las diferencias entre unos y otros para determinar si una persona puede estar contagiada o no en base al audio que emita. Así funcionan muchos de los modelos que se están entrenando, como este de una empresa estadounidense o este otro de una universidad de Pensilvania.
“Todos estos modelos tienen que tratarse con cautela ya que pueden tender a aprender cosas de los datos que no estén relacionados con la tarea principal. Por ejemplo, si en la base de datos con la que se entrenan hay muchos usuarios que hablen en inglés y que han dado positivo en COVID-19 y, a lo mejor, muchos usuarios hispanoparlantes que hayan dado negativo, el modelo probablemente predecirá que una persona es positiva si la escucha hablar en inglés”, explica Mascolo.
Por eso, insiste en que es el trabajo de los investigadores el de ajustar todos estos percances y asegurarse de que están midiendo lo que de verdad necesitan, y añade que este tipo de sistemas aún no están probados. De ahí que aseverar que un programa informático pueda detectar el virus solo por escuchar a una persona hablar es a día de hoy muy improbable.
Otros proyectos, como el que presentan en este informe (que no estudio científico validado), directamente dicen que estos programas de detección mediante IA son al final un “complemento” para las pruebas químicas, como las PCR, y no para sustituirlas.
Otra cosa que se proponen algunas de estas iniciativas (y que por ello han sido criticadas) es querer detectar personas asintomáticas y que no tienen problemas respiratorios. Lidia Rodríguez admite a Maldita Tecnología que “en base a la literatura, entiendo que en personas asintomáticas no podríamos valorar el daño en el epitelio de los pliegues vocales y la lesión en la musculatura perilaringea que se produce tras las crisis de tos, por lo que quizá no tiene la misma eficacia en la evaluación y diagnóstico”. Por tanto, ¿qué síntomas estaría detectando el programa informático?
Por ejemplo, a finales de 2020 el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) anunció que había desarrollado un programa basado en IA que lograba afirmar si una persona tenía COVID-19 solo escuchándola toser, incluso si era asintomática. Se basó en un estudio de 4.256 muestras de toses de personas, algunas contagiadas y otras no.
Aunque los resultados que daba el MIT en teoría eran muy altos (dice que el modelo identificaba al 100% de los asintomáticos contagiados), recibió críticas por exponer de forma tan positiva las capacidades de la inteligencia artificial en ese contexto. Por ejemplo, la directora del AI Now Institute dijo que no todas las muestras pueden presentarse como evidencia científica porque se recogieron dando por válido el que una persona se registrase en una web, tosiera y dijera si tenía COVID-19 o no (sin saber si era verdad o no ni el tipo de sintomatología que había tenido), y eso podría contaminarla. Los datos sesgados en los programas de IA es una de las principales causas por las que terminan por no funcionar o por dar resultados poco fiables.
Sobre este asunto concreto, Gemma Boleda, investigadora de lingüística computacional en la Universidad Pompeu Fabra, señala a Maldita Tecnología que al final los ejemplos que se dan a los modelos de IA para que aprendan tienen que ser muy concretos para que funcionen. Por ejemplo, “ficheros de audio con la grabación de algo dicho por la persona con una indicación para cada fichero de si es enfermo o sano” y todos los datos adicionales posibles para extraer conclusiones generales.
“Se necesitarían ejemplos de personas con y sin COVID-19, y todavía mejor (pero no muy realista) ejemplos de voz de personas antes y después de contraer COVID-19. El problema de los modelos actuales, sin embargo, es que necesitan muchos datos, por eso es difícil aplicarlos en contextos sanitarios en que o bien no hay o bien no se pueden utilizar por problemas de confidencialidad”, concluye.
¿Realmente existe la obsolescencia programada en el ámbito tecnológico? ¿Se puede denunciar a una empresa si se demuestra que un dispositivo ha sido diseñado para tener una esperanza de vida concreta?
Con la obsolescencia programada nos adentramos en un asunto polémico e incierto. El término se refiere a un diseño de producto en el que la empresa decide limitar la vida útil del dispositivo u objeto en cuestión de manera deliberada. Aunque puede haber varios motivos para hacerlo, el más común es el que puedes imaginar: obligar al consumidor a comprar otro modelo nuevo cada pocos años (o meses) y así evitar que el nivel de ventas se desplome.
Aunque la práctica es bastante antigua, el concepto se popularizó con el documental ‘Comprar, tirar, comprar’, presentado en 2010 y que ponía sobre la mesa algunos ejemplos históricos como Phoebus, el cártel de empresas de bombillas formado en los años 20 para acortar la vida útil de sus productos o el de DuPont, que decidió rebajar la calidad de sus medias de nailon en los años 30 para que las clientas tuvieran que comprar de forma continua sus productos, y no sólo una vez.
Una vez repasada la teoría: ¿realizan este tipo de prácticas las empresas tecnológicas para obligar a los consumidores a renovar sus dispositivos cada poco tiempo? Varias sentencias apuntan a ello: en 2018, Apple y Samsung tuvieron que pagar una multa de 10 y 5 millones de euros, respectivamente, después de que la autoridad italiana en materia de competencia (la AGCM) constatara que las empresas "causaron fallos de funcionamiento graves y redujeron significativamente el rendimiento" de dispositivos antiguos a través de actualizaciones.
Esta sentencia no fue la única. La Dirección General de Competencia, Consumo y Prevención de Fraudes de Francia multó con 25 millones de euros a Apple al considerar que la ralentización premeditada de los iPhone 6, iPhone 6s y iPhone SE era una “práctica comercial engañosa por omisión”. La multinacional estadounidense reconoció que ralentizaba algunos de los dispositivos más antiguos con el objetivo de “alargar su vida útil” y para evitar una mayor degradación de las baterías.
Si nos ponemos un poco más técnicos, varios artículos científicos también apoyan la tesis de que las empresas limitan la vida útil de sus diseños con intereses comerciales. Esta investigación elaborada en 2020 por científicos de universidades chinas, británicas y estadounidenses apunta a un dato interesante: cómo las compañías de componentes dan forma a los procesadores multinúcleo (los encargados del cerebro de nuestros móviles y ordenadores) para que su envejecimiento empiece a acelerarse dos años después de su venta. Es decir, una vez que acaba la garantía.
“Más concretamente, el envejecimiento de un chip multinúcleo se configura para que sea lento antes de que expire la garantía, y su proceso de envejecimiento se acelera después. Este envejecimiento controlado se consigue manipulando el algoritmo de enrutamiento (su diseño más básico). Los resultados experimentales muestran que, con el ataque de obsolescencia programada propuesto, el fabricante puede aumentar su margen de beneficios”, apunta la investigación.
Nuestro maldito Alfonso Rodríguez, técnico en Derechos de los Consumidores que nos ha prestado sus superpoderes, nos explica que “la obsolescencia programada es un hecho pero algo difícil de demostrar (y sobre todo algo complicado de reclamar) ya que hay que entrar en cuestiones de cuál es la vida útil mínima para un electrodoméstico”.
En “prácticamente todos los aparatos electrónicos” que utilizamos cada día, según apunta Rodríguez, hay un desfase entre las expectativas de vida útil que tiene el comprador y el rendimiento real del producto. La situación es difícil de reclamar ya que, más allá de los problemas cubiertos por la garantía de dos años, resulta complicado afirmar que un dispositivo ha sido manipulado para durar menos de lo que debería.
“Todo este tema tendría una menor incidencia si, tal como hemos pedido las asociaciones en multitud de ocasiones, el IVA que afecta a las reparaciones de los electrodomésticos, especialmente los más pequeños, fuera el reducido del 4%, en cuyo caso sería más económico reparar que adquirir uno nuevo, todo lo contrario de lo que ocurre en este momento”, considera Rodríguez.
Desde la Organización de Consumidores y Usuarios (OCU) explican a Maldita Tecnología que la obsolescencia programada sí existe, “pero es difícil de demostrar e implica una intencionalidad del fabricante”. Precisamente la OCU participó en diciembre del pasado año en la demanda a Apple por limitar la vida útil de la gama de iPhone 6, como os comentábamos unas líneas más arriba.
En su lugar aportan un concepto interesante, el de la obsolescencia prematura, que “no implica una intencionalidad consciente, aunque también obliga al fabricante a reparar el aparato”. En este interesante estudio la OCU cruza datos de consumidores españoles con los de otros países europeos.
A la cabeza de los problemas prematuros reflejados en este Barómetro de Obsolescencia Prematura (BOP) se encuentran los dispositivos móviles, con un 28% de las quejas reportadas por los consumidores españoles. Las impresoras y las aspiradoras completan el podio con un 9,7 y un 8,7% de las quejas, respectivamente.
Otros datos de interés: “El 42% de los problemas surgen en los primeros 2 años, con el producto aún en garantía; un 11% se producen en los 6 primeros meses, cuando aún se entiende que es un defecto de fabricación y un 24% de los fallos reportados se producen entre los 2 y 3 años, justo al terminar el periodo de garantía”.
Además, cuatro de cada diez productos no se intentan reparar tras estropearse. ¿Por qué? Aunque los motivos son variados, el mayoritario (con un 27% de las respuestas) es porque los consumidores consideran que “la reparación es demasiado cara”. Casi resulta más barato comprarse un producto nuevo antes que reparar el antiguo, una situación que a muchos os resultará familiar.
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En este artículo ha colaborado con sus superpoderes el maldito Alfonso Rodríguez, técnico en Derecho de los Consumidores.
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