Republicamos este artículo de A. Victoria de Andrés Fernández, profesora titular en el departamento de Biología Animal de la Universidad de Málaga, publicado en The Conversation el 15 de enero de 2023.
Acaban de terminar las Navidades, un periodo lleno de celebraciones de lo más variopintas, algunas religiosas y otras paganas, unas formales y otras desmelenadas.
Cada uno, según creencias, costumbres, educación, estado de ánimo y tradición familiar, elige aquellas actividades con las que más se identifica o que más le apetecen. Pero nadie se libra de la publicidad mediática de finales de diciembre y principios de enero.
¿Se han preguntado alguna vez por qué los anuncios navideños son, masivamente, de perfumes?
Anuncios cortados por el mismo patrón
La finalidad fundamental de la publicidad es persuadir al receptor para que consuma un determinado producto. Las empresas invierten en anuncios tanto para dar a conocer sus artículos como para destacarlos en relación a otros parecidos que puedan existir en el mercado. No obstante, si la publicidad no consigue su objetivo, esto es, si el producto no se vende, se deja de invertir en él o se cambia de estrategia. Si, por el contrario, se vende como rosquillas, la empresa concluirá que la inversión ha resultado rentable.
Pero ocurre un fenómeno muy curioso: habiendo miles de productos de diferente naturaleza y categoría para regalar en Navidad, el bombardeo publicitario se centra masivamente (por no decir en exclusiva) en la industria del perfume. Más llamativo aún: existiendo tanto recurso publicitario creativo, con tanta táctica distinta y tanto método novedoso y original, los anuncios de perfumes son todos prácticamente idénticos.
Está claro que estamos ante una fórmula que resulta netamente rentable, pero… ¿por qué?
Probablemente porque existe una base biológica en todo ello. Y es extraordinariamente potente.
La evolución del olfato en el ser humano
El olfato es un sentido bastante peculiar en el Homo sapiens. En principio, parece poco trascendente, sobre todo si nos comparamos con otros mamíferos. Un perro, por ejemplo, estructura el conocimiento de su universo receptivo en función de los olores que percibe. La configuración de su mundo es, fundamentalmente, olfativa.
Nuestra especie, por el contrario, procede de un linaje evolutivo donde han convergido dos fenómenos muy interesantes. Por una parte, nuestros ojos han pasado de tener una localización física originalmente lateral a situarse frontalmente, lo que permite que las áreas de visión de ambos ojos se superpongan. Esto, que a priori pudiese parecer poco importante, ha sido de lo más revolucionario: nos ha permitido la visión estereoscópica, lo que implica que nuestra corteza visual puede procesar la profundidad y la distancia a las que están situados los objetos.
A ello se le ha unido el hecho de que la zona del cerebro encargada de procesar esta información (la corteza cerebral) se ha incrementado extraordinariamente, alcanzando un altísimo grado de complejidad.
La consecuencia de todo ellos es que nuestra percepción del entorno es fundamentalmente visual. Reconocemos nuestra realidad por imágenes y no por olores. Cuando identificamos a alguien, lo hacemos por sus facciones y rasgos físicos (lo cual es muy de agradecer, especialmente si comparamos esta metodología con la seguida por los perros para reconocerse entre ellos). De hecho, parece ser que hemos ido perdiendo importantes receptores genéticos de olores de una manera simultánea al aumento de la complejidad de nuestra recepción visual.
No obstante, y a pesar de la extraordinaria importancia que en los primates ha alcanzado la visión, el olfato sigue estando muy presente (especialmente en los jóvenes). Aunque no tengan la importancia relativa que presentan en otros mamíferos, los lóbulos olfativos no han desaparecido. Siguen ahí, “tapados” por nuestros gigantescos hemisferios cerebrales.
¿Cómo funciona nuestro olfato?
De los cinco sentidos, el olfato es el que posee el mecanismo molecular más complejo, ya que comprende cientos de proteínas receptoras que le permiten detectar y discriminar miles de olores.
Cuando olemos, no es el receptor sensorial del olfato el que envía información al cerebro, como hacen los ojos o los oídos. Es el propio tejido nervioso el que sale fuera a buscar el estímulo químico. De hecho, las neuronas del bulbo olfatorio atraviesan la placa cribosa, una estructura llena de perforaciones en el techo de la cavidad nasal (el hueso criboso del etmoides). Y proyectan sus terminaciones directamente en el epitelio olfativo de la cavidad nasal.
Una vez alcanzada la corteza olfativa, la información olorosa sigue un doble rumbo. Por una parte, se transmite a la corteza órbitofrontal, responsable del procesamiento consciente de la información (dándonos una “información razonada” de la molécula que olemos).
Pero paralelamente existe una segunda vía de transmisión de la sensación olfativa que dirige la información hacia diferentes núcleos del sistema límbico, como la amígdala y el hipocampo. Si recordamos que la primera está relacionada con la emoción y el segundo con la memoria y el aprendizaje, entenderemos por qué el olor también se procesa de una manera más instintiva y primitiva. De hecho, los olores son estímulos con una potencialidad importantísima de evocar emociones o generar sensaciones. Y están estrechamente relacionados con los afectos, los recuerdos o los sentimientos.
Pese a que los humanos no confiamos en la olfacción como primera fuente de información de la naturaleza de nuestro entorno, sí que utilizamos la información quimiosensitiva para responder de dos formas muy básicas: sintiéndonos atraídos o repugnados. Los olores nos acercan o nos alejan de los estímulos de una manera automatizada y poco racional, afectando a nuestra conducta e interviniendo en nuestro deseo sexual.
Aunque el conocimiento de las bases científicas de la fisiología olfativa es de muy reciente desarrollo, los efectos de los aromas en la conducta humana se conocen desde el inicio de los tiempos. De hecho, todas las civilizaciones han utilizado los perfumes como estrategia para aumentar el atractivo personal y en las excavaciones arqueológicas abundan frascos de esencias y perfumes. Las artes para seducir han sido siempre prioritarias para el ser humano.
Bucólicos, macarras, sofisticados, pijos, intelectuales, idealistas… A todos nos encanta resultar atractivos. Lo sabe perfectamente la industria del perfume, que mantiene su formato publicitario universal pero adaptando las estéticas a las diferentes personalidades. Y se pone las botas a costa de nuestro ego.