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La teoría de la conspiración de la luz azul y “ultravioleta”: ni es dañina, ni es ultravioleta, ni es optogenética

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En las últimas semanas se ha compartido en diferentes redes como Telegram (ver 1, 2, 3, 4, 5 y 6), Facebook o Twitter (ver 1, 2, 3 y 4) una teoría de la conspiración basada en farolas, faros y luces de tonos azulados y morados o “ultravioleta”. Según estos contenidos, estas luces tienen la capacidad de hacer daño a la salud humana, emiten algún tipo de radiación, permiten el “control” cerebral, son armas de guerra o herramientas de optogenética (una tecnología científica que permite activar o inhibir neuronas mediante exposición a la luz).

Nada de esto es cierto. En primer lugar, la luz azul procedente de faros, bombillas o focos como los que se ven en los contenidos no tiene ningún riesgo o peligro para la salud humana. En segundo lugar, los mensajes desinformadores hablan de luz azul y ultravioleta como si fueran sinónimos, pero son totalmente distintas: la luz azul es visible para el ojo humano e inocua, mientras que la ultravioleta no es visible y sí puede producir daños. En tercer lugar, la optogenética ni tiene nada que ver con estas luces ni es una técnica que permita controlar el cerebro humano.

Las luces azules son inocuas

Estos contenidos emplean imágenes en las que aparecen faros, bombillas, alumbrado público, monumentos, fachadas o distintas fuentes de luz de tonos azulados o morados.

Ejemplos de contenidos desinformadores vinculados a esta teoria de la conspiración

Acompañando a tales imágenes, encontramos textos que afirman que estas luces son radiación ultravioleta, que son dañinas para la salud, que interaccionan con el “grafeno de las vacunas” contra la COVID-19 (a pesar de que las vacunas no tienen este componente) o que son herramientas para el control cerebral. Una amalgama de efectos que, según los contenidos desinformadores, pueden producirse con la mera exposición a esta luz azul.

Un ejemplo de cómo ha explotado esta narrativa desinformadora se puede ver en La Quinta Columna, un canal de Telegram con más de 215.000 seguidores conocido por verter desinformación sobre la COVID-19, sobre los ingredientes de las vacunas contra esta enfermedad o sobre la guerra en Ucrania. Desde principios de noviembre de 2022, han compartido 21 mensajes diferentes hablando de los supuestos daños de estas luces azules.

Pero la exposición a la luz azul es inocua para el organismo: forma parte del rango del espectro de luz visible. En condiciones normales de intensidad y tiempo de exposición, ni es dañina ni tiene energía suficiente para romper o modificar la estructura de moléculas y átomos. Por supuesto, tampoco tiene la capacidad de modificar el comportamiento humano.

Marian Mellen, investigadora en genómica, epigenética y neurociencia y maldita que nos ha prestado sus superpoderes, recalca que la luz azul de estos vídeos “no es una luz especial”: “Nos rodea. Está dentro del espectro visible, lo que significa que los fotorreceptores de nuestra retina la detectan y se activan cuando la reciben”.

Conchi Lillo, bióloga, doctora en neurociencias y maldita que nos ha prestado sus superpoderes, escribió en The Conversation un artículo sobre la luz azul de las pantallas de los móviles y los filtros que se venden para, supuestamente, evitar que esta luz haga daño a la vista. No hay estudios sólidos y concluyentes que indiquen que la luz azul de las pantallas provoque tal daño ni evidencias que apoyen el uso de esos filtros de luz azul.

La luz que aparece en estos vídeos no es ultravioleta, que sí puede ser dañina

Por otro lado, Lillo precisa que estos contenidos confunden la luz azul con la luzultravioleta, algo que es “un error común, pero es un sinsentido”. En primer lugar, porque no es visible para la vista humana, no se podría apreciar en los vídeos que se difunden.

Ilustración explicativa del espectro electromagnético. La franja de luz visible es la única que percibimos por la vista.

Pero, aunque no se pueda ver, la radiación ultravioleta sí puede llegar de otra forma a nuestro organismo y resultar dañina para la salud. La ultravioleta (tanto la de tipo A como la B) puede atravesar tejidos, dañar células, provocar lesiones en el ADN celular, causar quemaduras en la piel, en los ojos y, a la larga, cáncer de piel. Es precisamente la parte del espectro electromagnético sobre la que se alerta especialmente durante los meses de verano. Para protegernos de ella, es importante usar crema solar durante todo el año y, si se emplean gafas contra el sol, que tengan un filtro homologado contra la radiación ultravioleta.

A los humanos nos suele llegar esta radiación mediante la exposición a la luz del sol, que también emite radiación ultravioleta de tipo A, B y C. Esta última (UVC o UV-C) es mayoritariamente absorbida por la atmósfera, pero se puede encontrar en lámparas ultravioleta que deben ser manipuladas por personal experto con medidas de seguridad necesarias. En abril de 2020 explicamos en Maldita.es los riesgos de usar estas lámparas.

Pero, en cualquier caso, los puntos de luz que aparecen en estos contenidos no son de ningún tipo de radiación ultravioleta. “En ningún sitio se permitiría la instalación de farolas con luz UV”, zanja Lillo.

Optogenética: una técnica científica que nada tiene que ver con estas luces

Parte de los contenidos por los que nos habéis preguntado intentan vincular la exposición a estas luces azules con la optogenética. Para dar más fuerza a su narrativa, emplean imágenes y vídeos de ratones de laboratorio utilizados en experimentos de optogenética.

La optogenética, explica Lillo, es una tecnología que consiste en “introducir un gen en una neurona para volverla fotosensible y poder activar o inhibir la actividad de esa neurona”. Con esto, la optogenética “se puede emplear para estudiar la actividad de grupos neuronales que podríamos activar o desactivar mediante la estimulación con luz concreta”.

La luz que se emplea en esta actividad necesita ser de una longitud de onda concreta, que es la de la luz azul, precisa Mellen: “Llevamos usando la optogenética en los laboratorios desde hace más de 15 años. Ha sido un mecanismo de investigación revolucionario en neurociencia, puesto que nos permite activar neuronas concretas, las que queramos estudiar, durante un tiempo corto, el tiempo en el que la luz está encendida”.

Pero, como adelantábamos, para provocar que estas neuronas sean sensibles a la luz azul, se debe introducir una molécula que sea fotosensible, algo bastante complejo —lo explicamos a continuación— y que en humanos sólo se ha realizado en ciertos ensayos clínicos. La mera exposición a esta luz no sirve para activar o inhibir neuronas. “Esta luz azul (o la luz ultravioleta) por sí mismas no tienen capacidad alguna para modificar el comportamiento de nuestras neuronas si estas no han sido modificadas previamente”, apunta Lillo.

Cómo funciona la optogenética

La molécula fotosensible más utilizada actualmente, detalla Lillo, “se obtiene de un alga unicelular que tiene la capacidad de moverse hacia la luz gracias a unas proteínas que tiene en su superficie que actúan como señales: las canalrodopsinas, que transforman la luz en una señal eléctrica para que puedan nadar”.

Lo que se hace en investigaciones de optogenética es extraer el ADN de este alga para conseguir la información genética necesaria para fabricar estas canalrodopsinas. Esta información genética, posteriormente, se introducirá en neuronas para que estas puedan ser activadas con luz.

Pero las neuronas, por sí solas, no ‘entienden’ las instrucciones basadas en estímulos luminosos. “No existe la canalrodopsina en ninguna de nuestras células [humanas]”, aclara Mellen. Para lograr esto, hace falta agregar una molécula que sea capaz de entender todas estas instrucciones: recibir un estímulo luminoso y transformarlo en un estímulo eléctrico que entienda un cerebro.

Todo esto “es bastante complejo”, aclara Lillo, porque hay que “introducir el gen de la proteína fotosensible primero en vectores virales y después, liberar esos vectores virales en el entorno de las células que queremos modificar”. Esto último se hace “mediante inyecciones en la zona del cerebro donde queremos transformar esas neuronas”. Un proceso bastante complejo —e invasivo— para el que hace falta mucho más que la mera exposición a la luz azul.

Pero la técnica no acaba ahí. Una vez que se logra inyectar en la zona del cerebro el gen de la proteína fotosensible, es necesario hacer que la luz llegue a esa zona del cerebro para activar o inhibir esas neuronas. Esto se consigue mediante cables de fibra óptica acoplados al cráneo, que es lo que se ve en los experimentos con animales, como invertebrados, peces, aves, roedores y primates no humanos.

Por lo invasivo que puede suponer realizar este experimento con humanos, se buscan partes del cuerpo a las que la luz llegue de forma natural para probar la eficacia de esta tecnología. ¿Cuál es el órgano idóneo? Los ojos, “gracias a la transparencia de la córnea y el cristalino”, señala Lillo. “Son receptores naturales de luz, que la transforman en impulsos nerviosos por unas células especializadas en nuestra retina, los fotorreceptores”.

Por este motivo, los ensayos clínicos de optogenética en humanos van encaminados a intentar devolver la visión en personas con ceguera que la han perdido por carencia de fotorreceptores. Por ejemplo, esta tecnología fue probada con éxito en una persona ciega desde hace 40 años: sufría de retinosis pigmentaria*, una enfermedad genética que causa una degeneración progresiva de los fotorreceptores.

En este caso, precisa Lillo, hace falta liberar los vectores virales que tienen la información genética de la canalrodopsina con inyecciones en el propio ojo. Y con todo eso, lo que consigue la optogenética es transformar las células de la retina en fotosensibles, no “manipular la voluntad de nadie”.

Otras potenciales aplicaciones de la optogenética podrían utilizarse en pacientes con esquizofrenia grave, dolor crónico, epilepsia, depresión, trastorno bipolar, neurodegeneración, parálisis e incluso enfermedades cardíacas, enumera Mellen.

Si quieres conocer más sobre la optogenética, te recomendamos este hilo de Twitter de la propia Conchi Lillo.

En este artículo han colaborado con sus superpoderes Conchi Lillo, bióloga, doctora en neurociencias; y Marian Mellen, investigadora en genómica, epigenética y neurociencia.

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*Este artículo ha sido actualizado el 14 de diciembre de 2022 para escribir correctamente el nombre de la enfermedad: retinosis pigmentaria, y no retinitis pigmentaria.

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