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El contenedor de las heces de mascota y de los pelos, cremas con filtro luz azul, ancianos a los 30 y masajes para eliminar grasa. Llega a Maldita Ciencia el consultorio 162º

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¡Ya ha llegado el viernes, malditas y malditos! Para dar la bienvenida al fin de semana, aquí tenemos una nueva entrega del consultorio científico, la herramienta definitiva para llevarte todos los quesitos del trivial o resolver las cuestiones que surjan en tus conversaciones.

¿Tienes más preguntas que podemos resolver desde la ciencia? Estamos para servir. Pregúntanos utilizando nuestro WhatsApp (+34 644 229 319), e-mail ([email protected]) o redes sociales (tanto Twitter como Facebook). ¡Vamos a por ello!

¿Se consideraba antiguamente a una persona como anciana al llegar a los 30 años?

“Antiguamente al llegar a los 30 o 40 años las personas ya se consideraban ancianas”. 

¿Te suena esta frase? Es típica de conversaciones en las que se aborda la evolución de cuánto han vivido los seres humanos a lo largo de la prehistoria y la historia, asumiendo que el deterioro biológico que sufrimos al ir envejeciendo era antes mucho más rápido. Esta semana nos habéis preguntado sobre cuánto hay de cierto en esta afirmación. ¿Y la respuesta? Que no es del todo cierta: es resultado de una confusión entre esperanza de vida y longevidad (o duración de la vida) de nuestra especie.

Para empezar, debemos explicar cada término y evidenciar la confusión. La esperanza de vida es un indicador estadístico que nos dice la media de la cantidad de años que vive una población. Para obtener esta media, se suma la edad de todas las personas fallecidas en una población en un mismo año y se divide por el número de personas fallecidas. En 2020, la esperanza de vida en España fue de 82,34 años, según el INE.

El problema de tomar esta media como indicador es que, en ocasiones, está descontextualizada. Por ejemplo, si en lugar de un país tomamos como población una familia en la que una persona fallece a los 70 años y otra murió al primer año de vida, la esperanza de vida de esa familia es de 38 años. Matemáticamente es correcto, pero por si sola no nos dice nada sobre qué problemas de salud pueden haber sufrido para tener una media tan baja en comparación con el resto de familias españolas. 

Este problema que hemos presentado de esta hipotética familia es similar al que se enfrentan antropólogos, paleontólogos y estadísticos que investigan cuánto vivían los humanos en la antigüedad, antes de que existieran registros de mortalidad consistentes y accesibles como tenemos actualmente.

Sabemos que la esperanza de vida global ha ido aumentando progresivamente con los años, pero esto no guarda relación con el deterioro biológico de una población ni a qué llamamos ancianos. Juan Luis Arsuaga, catedrático de Paleontología de la Universidad Complutense de Madrid, explica en The Conversation el concepto “curva de mortalidad”, que nos dice las probabilidades de morir de cada especie según la edad. Esta curva tiene forma de U: “Las probabilidades de morir son muy altas al principio de la vida (los niños pequeños siempre están enfermos), luego se estabilizan en un nivel bajo (los adolescentes y los adultos jóvenes tienen una salud de hierro), y vuelven a subir rápidamente en la ancianidad (los viejos siempre están delicados)”.

Curva de mortalidad de los achés (humanos cazadores-recolectores del Paraguay) y de chimpancés salvajes y en cautividad. El eje horizontal representa la edad, el vertical; la probabilidad de fallecer. Investigación publicada en Journal of Human Evolution.

Gracias a los avances de la humanidad en medicina y salud pública, la parte izquierda de la curva (la probabilidad de morir al nacer y en población infantil) se ha reducido drásticamente, mientras que peleamos para que la parte derecha (morir en la ancianidad) sea cada vez más baja. Por ello, la esperanza de vida ha ido aumentando: porque hay menos personas que se mueren en la juventud que “tiren” de la media hacia abajo.

Teniendo clara la esperanza de vida, ¿qué sabemos de la longevidad y su evolución? La escasez de registros de mortalidad de la antigüedad obliga a los paleontólogos a investigar mediante estimaciones obtenidas de registros fósiles (restos de esqueletos) o culturales (epitafios, biografías o trazas históricas que han sobrevivido hasta nuestro tiempo), lo cual es un reto científico.

Walter Scheidel, historiador de la Universidad de Standfor e investigador de la demografía de la Antigua Roma, resume en este artículo de la BBC sus conclusiones: “Por lo que sé, la duración de la vida de los humanos no ha cambiado mucho”. 

La misma pieza del medio público británico recoge numerosas trazas culturales de la Antigüedad grecorromana que apuntan a que no era extraño que hubiera personas que superaran la barrera de los 30 años de vida, y no se les consideraba ancianos. Por ejemplo, en el siglo VII antes de Cristo, el poeta griego Hesíodo postulaba que un hombre debería casarse “no antes de los treinta años, ni mucho más arriba”; a su vez, el cursus honorum, el inicio de la carrera política de un hombre en Roma, impedía acceder a algunos puestos de responsabilidad hasta al menos llegar a los 25 años, mientras que para ser cónsul (lo equivalente a jefe de Gobierno) había que esperar hasta los 43 años

También existen registros de personas que vivieron más allá de la esperanza de vida de su tiempo, como el emperador romano Tiberio (murió a los 77); Livia Drusila, la tercera esposa del emperador romano Augusto (que vivió hasta los 86 u 87 años); o Terencia, esposa del orador y escritor Cicerón (en torno a 101 y 103 años). Estos registros históricos cuentan con grandes sesgos, ya que es imposible de verificar con otras fuentes y únicamente recoge los datos de la élite romana, dificultando conocer a qué edad fallecía la población corriente que vivía en peores condiciones sanitarias y alimenticias.

Por último, otra manera de investigar en la actualidad la longevidad humana es estudiando a las pequeñas poblaciones de cazadores-recolectores, como los achés del Paraguay o los hadzas de Tanzania, que siguen existiendo en nuestro planeta y que son la estimación más cercana a la forma de vida que existía en la prehistoria. En este sentido, la literatura apunta a que estas poblaciones mantienen una baja supervivencia juvenil (con una probabilidad entre el 55% y el 71% de sobrevivir hasta los 15 años) y que la edad más frecuente de muerte está entre los 51 y 58 los años. ¿Y envejecen antes? Arsuaga es claro en este punto: “Un español sano de cincuenta o de sesenta años no está mejor ‘conservado’ que un hadza de la misma edad”.

¿Por qué las heces de animales y el pelo no deben ir al contenedor orgánico?

Las heces y los pelos son materia orgánica. No hay duda. Pero no deben tirarse al contenedor marrón orgánico que existe en algunas ciudades y pueblos, cuyos residuos se utilizan para hacer compost y abonos. Aclaramos a qué se debe.

En el caso de las heces de animales, los excrementos (también los humanos si pensamos en un pañal sucio), no se pueden mezclar con los residuos orgánicos porque pueden contener microorganismos que pueden permanecer en estos materiales a pesar del proceso de compostaje que se realiza con los residuos del contenedor marrón. De esta forma se evitan riesgos sanitarios, aclara en su web la campaña ‘Acierta con la orgánica’ del Ayuntamiento de Madrid.

Un motivo detrás de estos microorganismos es el alimento de los perros, señala a Maldita.es Mar Puig, auxiliar veterinaria y educadora canina que nos ha prestado sus superpoderes: “Aunque sean omnívoros, su alimentación es prácticamente carnívora y eso hace que la composición de las heces contenga microorganismos que no son aptos para el compost o el abono”.

¿Y los pelos? Pues la razón es que estas estructuras formadas por la proteína queratina no se compostan. “No se pueden echar al orgánico porque directamente salen igual que entran y se enredan en todas partes, tupen los filtros y gripan las piezas móviles”, aclara a Maldita.es el Área de Medio Ambiente y Movilidad en el Ayuntamiento de Madrid.

¿Funcionan los masajes ‘quemagrasas’ para adelgazar? 

Puede que hayas visto anuncios de drenaje linfático, maderoterapia, presoterapia y otras técnicas de masajes que se venden como formas de eliminar grasa corporal y perder peso. La respuesta corta es que no existen los masajes adelgazantes. Ya hemos contado a nivel de dietas qué sí funciona y qué no para adelgazar, que no hace falta hacer ejercicio durante al menos 45 minutos para empezar a perder grasa (aunque el tiempo es un factor importante) y qué ejercicios son mejores para quemar más grasa y adelgazar.

“La reducción de volumen en un masaje se produce por el drenaje de líquidos, pero es temporal y en unas horas vuelve a estar igual. La grasa no se va a consumir si no hay actividad muscular que solicite el metabolismo de los lípidos. Y para eso hay que hacer ejercicio”, señala a Maldita.es el fisioterapeuta Carlos Castaño, miembro de la Sociedad Española de Fisioterapia y Dolor (SEFID). 

Juan Sabadell López de Arbina, fisioterapeuta y maldito que nos ha prestado sus superpoderes, también señala que los masajes para eliminar la grasa “no tienen ningún fundamento científico”.

No obstante, no es lo mismo un masaje ‘quemagrasas’ sin mucho sustento científico que un drenaje linfático, indicado y avalado para tratar los edemas, que “no debería venderse como un masaje para perder grasa, puesto que lo que hace es estimular el sistema linfático para mover la linfa, y por tanto, reducir edemas”, indica a Maldita.es la fisioterapeuta y maldita que nos ha donado sus superpoderes Estefanía Martínez Vicente.

¿Son útiles los cosméticos con filtro para la luz azul de las pantallas?

Nos habéis preguntado si sirven de algo las cremas protectoras de luz azul, que se venden para supuestamente proteger nuestra piel de la luz de las pantallas, y si este tipo de radiación realmente puede repercutir en la salud cutánea. Aunque la procedente de las pantallas no se considera un problema y no sería necesario protegerse especialmente frente a ella, sí debería tenerse en cuenta la luz azul que nos llega del sol puesto que, según las evidencias científicas, ésta sí podría “tener un efecto no deseado a nivel celular”

La luz azul, también denominada High Energy Visible (HEV) es la parte más energética del fragmento del espectro electromagnético que podemos percibir mediante la vista, la luz visible. Esta franja es la más cercana al inicio de la luz ultravioleta A (UVA), que es sí capaz de penetrar hasta capas más profundas de la piel y “generar procesos biológicos que pueden ser perjudiciales, sobre todo en cuestión de envejecimiento cutáneo e hiperpigmentación”, explica a Maldita.es José Aguilera, doctor en biología y miembro académico de la Academia Española de Dermatología y Venereología (AEDV).

Existe luz azul de dos tipos: de baja energía, utilizada en dermatología para tratar algunas dermatosis inflamatorias; y de alta energía como la que proviene del sol.

“La respuesta a si deberíamos protegernos frente a la luz azul, en general, es ‘sí’: a no ser que trabajemos en un sótano o a oscuras, siempre vamos a estar expuestos a la luz visible (y, por tanto, a la azul)”, explica a Maldita.es la dermatóloga Andrea Allende. Ahora bien, “respecto a la procedente de las pantallas y por el momento, no hay una evidencia científica que señale que debamos protegernos especialmente de ella”.  

Es decir, los posibles efectos de la luz azul a través de las pantallas a los niveles a los que estamos expuestos, aunque ahora sean mayores que hace unos años, no parecen ser preocupantes por sí solos, pero sí en suma con la que recibimos del sol, como señala Aguilera en este vídeo sobre los puntos principales de la reunión del Grupo Español de Fotobiología de la AEDV de 2020.  

En este sentido, un estudio publicado en 2019 en la revista científica Journal of the American Academy of Dermatology irradió con la luz azul de la pantalla de un ordenador (a 20 cm) o de un móvil (a 10 cm) durante 8 horas al día, 5 días a la semana a personas con melasma, una afección de la piel que provoca manchas oscuras en zonas de la cara expuestas al sol. Los resultados no mostraron un empeoramiento de la hiperpigmentación. “Esto no quiere decir que no sea perjudicial sino que, de momento, lo que se ha logrado demostrar es que la luz azul emitida por el sol es más significativa”, señala Allende. 

En la misma línea, la AEDV señala que la luz azul más enérgica podría tener un efecto no deseado a nivel celular, como hiperpigmentación, especialmente en los fototipos más altos (pieles más oscuras), en mujeres embarazadas y en aquellas personas con enfermedades fotosensibles, que toman medicación fotosensibilizante o que se someten a peelings o procedimientos de rejuvenecimiento facial. 

“Aunque no se conoce exactamente el mecanismo, se sabe que la luz azul genera radicales libres similares a los que genera la luz UV. De ahí que provoque daño celular o la rotura de las fibras de colágeno y de la elastina (una proteína) de la dermis”, indica Allende. Como explica Aguilera, también se ha visto que afecta al estado hídrico de la piel y a la barrera cutánea, al alterar la síntesis de algunas proteínas. El resultado sería un mayor envejecimiento cutáneo y una mayor pigmentación.

En relación a los productos que presumen de proteger frente a la luz azul, Allende indica que se trata de un tema controvertido y que, en vez de guiarnos por un reclamo ‘marquetiniano’ de ‘protección frente a las pantallas’ debemos priorizar la protección frente a la luz azul del sol pero, sobre todo, frente a su radiación UV. De hecho, algunos fotoprotectores de UV, al utilizar en su composición óxidos de hierro, minimizan también el impacto de la luz azul.

“Los cosméticos para proteger de la radiación UV cuentan con un método estandarizado que todos tienen que ‘pasar’ si quieren poner ese ‘FPS 30’ o ‘FPS 50’ en su envase. Sin embargo, para la luz azul no existe un procedimiento similar, no hay una forma objetiva de medir la protección que los productos con ese reclamo deban haber ‘pasado’”. Esto no quiere decir que sus componentes no hayan probado su eficacia sino que, al no utilizar todos los productos la misma metodología para analizar esa fotoprotección, no se puede medir cuánto o de qué manera lo hacen. 

Lo que hacen la mayor parte de estos productos es incluir gran cantidad de antioxidantes que hacen que reducen los potenciales efectos de la luz azul a nivel de estrés oxidativo, pero no llevan filtros asociados. “Este reclamo de protección frente a la luz azul engaña, camufla: no la va a frenar, sino que disminuirá los posibles efectos a través de esos antioxidantes”, incide Aguilera y añade que,  de hecho, hay muy pocas empresas que han conseguido este filtro, tras casi 10 años de investigación, de la luz violeta-azul. 

“Para personas con mucha hipersensibilidad a la luz azul y UVA que se exponen a fuentes externas e internas de luz azul durante un tiempo considerable los filtros que sí funcionan son los fotoprotectores con color, hechos a partir de óxidos de hierro capaces de reflejar prácticamente todo el espectro visible”, concluye el experto. 

Rubén del Río, dermatólogo miembro de la AEDV, recopila en el documento de la academia toda esta información en el siguiente mensaje: comparado con el efecto de la radiación UV, el de la luz azul es “muy bajo”.

Antes de que os vayáis...

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En este artículo han colaborado con sus superpoderes Mar Puig, Juan Sabadell López de Arbina y Estefanía Martínez Vicente.

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