Republicamos este artículo de Juan F. Samaniego, publicado originalmente por Climática/La Marea el 17 de agosto de 2022.
No se sabe exactamente cuándo ni cómo apareció. Quizá siempre estuvo aquí. Pero eso no nos importa ahora. El agua ha acompañado a la Tierra durante miles de millones de años. Sin ella, la vida tal y como la conocemos no tiene sentido. Bajo su manto protector surgieron los primeros seres vivos, y los que la abandonaron se llevaron una buena cantidad de líquido en su interior: los seres humanos somos un 60% de agua y muchas plantas superan el 90%. Todos los ecosistemas (y las sociedades humanas) dependen de ella, en mayor o menor medida.
La humanidad lleva siglos alterando el ciclo del agua en su propio beneficio. Embalsando ríos, creando sistemas de regadío artificial, construyendo pozos con los que beber de acuíferos subterráneos. Hasta ahora, habíamos aceptado que nuestro uso del agua dulce estaba dentro de unos límites de seguridad. Es cierto que había momentos de escasez y zonas más secas de otras, pero todo formaba parte de ciclos naturales. O eso queríamos creer.
Un nuevo estudio que aplica el enfoque de los límites planetarios al uso del agua y que por primera vez tiene en cuenta las aguas verdes (lluvias, humedad del suelo y evaporación a través de las plantas) ha concluido que no es así. El uso que estamos haciendo del agua dulce también ha superado el límite de seguridad y está poniendo en riesgo la estabilidad de todo el sistema planetario.
Un ciclo que mantiene la vida en la Tierra
El 70% de la superficie terrestre está cubierta de agua, la inmensa mayoría, en forma de océanos salados. Fuera de los mares, el agua también fluye en ríos, torrentes y arroyos, se almacena en acuíferos y lagos naturales, así como en embalses artificiales, y permanece en estado sólido en los glaciares de montaña y en los casquetes polares. El agua está también en la atmósfera en forma de vapor, aunque compone apenas un 0,4% de todos los gases que nos rodean.
En total, se calcula que en la Tierra hay más de 1.200 trillones de litros de agua, y nos hace falta toda. Sobre todo, si tenemos en cuenta que menos del 3% de todo eso es agua dulce. El agua, además, no se está quieta, circula a través de la hidrosfera cambiando de estado (líquido, gaseoso y sólido), reciclándose, intercambiando calor y energía, alimentando el clima y diferentes fenómenos meteorológicos y regulando la presencia de vida en la Tierra.
Dentro de este ciclo hidrológico encajan varias piezas. Algunas, como la evaporación de los océanos o del agua embalsada, están más estudiadas. Otras, como la llamada agua verde, el agua disponible para las plantas en el suelo, evaporada a través de sus hojas hacia la atmósfera y condensada de nuevo en forma de niebla, lluvia o nieve, son más complejas. Y es aquí donde los investigadores del Stockholm Resilience Centre, la Universidad de Estocolmo y el Instituto de Cambio Climático de Postdam han encontrado señales preocupantes.
El límite del agua dulce
Hace ya 13 años que el Stockholm Resilience Centre definió los nueve límites planetarios. Estos señalaban los umbrales que no se deben sobrepasar si se quiere mantener la estabilidad del sistema terrestre. Primero se lograron cuantificar los límites de los ciclos del fósforo y el nitrógeno, el de la integridad de la biosfera, el del cambio del uso del suelo y el del cambio climático. Todos ellos habían sido superados. Un estudio de principios de este año concluyó que también se había sobrepasado la frontera de los contaminantes ambientales.
Ahora, en un artículo titulado A planetary boundary for green water, un grupo de investigadores concluye que habíamos estado estudiando el límite del uso de agua dulce de forma equivocada. Si tenemos en cuenta las aguas verdes, resulta que también estamos poniendo en riesgo el ciclo hidrológico terrestre. «Lo hemos hecho, fundamentalmente, a través del cambio climático antropogénico y los cambios del uso del suelo: la deforestación, el regadío, el aumento de los pastos, la erosión…», explica Lan Wang Erlandsson, autora principal del estudio.
«Hemos analizado cada píxel de la superficie terrestre libre de hielo, y un gran porcentaje de la Tierra tiene hoy un contenido de humedad en el suelo por encima o por debajo de su rango normal (tomando como referencia de normal el periodo que va desde hace 6000 años hasta la época preindustrial)», añade la investigadora del Stockholm Resilience Centre.
Esto tiene una consecuencia directa: la cantidad de humedad a la que están habituadas las plantas varía, poniendo en riesgo la supervivencia de muchas especies y de ecosistemas completos. Además, afecta directamente a las sociedades humanas, ya que alrededor del 60% de la producción de alimentos básicos a nivel mundial y el 80% de la tierra cultivada dependen de la lluvia. Incluso los cultivos más industrializados de regadío tienen cierto grado de dependencia de la lluvia y las aguas verdes.
“Estamos entrando en un territorio desconocido. Existen evidencias que sugieren que el sistema de la Tierra está perdiendo su capacidad para absorber las perturbaciones humanas debido, fundamentalmente, a los cambios en el ciclo del agua”, señala Lan Wang Erlandsson. Y superar el límite planetario del agua dulce tiene, además, multitud de consecuencias indirectas. “El riesgo de que la alteración del ciclo del agua amplifique otros procesos alterados por las presiones humanas es cada vez mayor”, añade.
Por ejemplo, el derretimiento del permafrost está saturando de humedad los suelos árticos. Esto, a su vez, potencia la descomposición anaerobia de la materia orgánica (la descomposición en ausencia de oxígeno que es típica de los humedales) y podría incrementar las emisiones de metano, un potente gas de efecto invernadero causante del cambio climático.
Otro ejemplo lo encontramos en los bosques de casi todo el planeta, tanto selvas tropicales (como las de la Amazonia o la cuenca del Congo) como boreales. Los periodos de sequía son cada vez más largos por causa del cambio climático, lo que eleva las probabilidades de que se produzcan más incendios y se libera más carbono y más nitrógeno a la atmósfera (el dióxido de carbono y el óxido nitroso son también gases de efecto invernadero).
Todavía hay vuelta atrás
“Los impactos del cambio climático en el ciclo del agua son complejos. El aire más cálido contiene más agua e intensifica el ciclo hidrológico en su conjunto. Sin embargo, los impactos no se distribuyen uniformemente en el tiempo y en el espacio”, explica la investigadora. “Por ejemplo, esperamos que la región del Mediterráneo se vuelva más seca, con sequías y olas de calor más extremas en el verano, o que la selva amazónica sea un lugar donde la interacción entre sequía y deforestación acabe por convertir este sumidero de carbono en fuente de emisiones”.
La última frontera planetaria traspasada nos manda un mensaje claro: los seres humanos estamos llevando al límite la estabilidad que la Tierra ha disfrutado durante varios miles de años, una estabilidad de la que nuestra especie se ha beneficiado como ninguna otra. Eso sí, los autores de este último estudio insisten en que esto no significa que hayamos alterado el ciclo del agua para siempre y ya no haya vuelta atrás. Todavía hay margen de acción.
“Debemos limitar el cambio climático, gestionar de forma sostenible el cambio de uso de la tierra y tener en cuenta los procesos de agua verde que son adecuados para los diferentes contextos locales, previniendo la erosión del suelo, gestionando la humedad de las turberas para evitar su degradación o recolectando y almacenando el agua de lluvia en ecosistemas en los que ya existe una importante presencia humana, entre otras medidas”, concluye Lan Wang Erlandsson.